Quebrantando elementales normas que rigen las relaciones civilizadas entre las naciones y pasando por encima de la fraternidad que históricamente han atesorado los pueblos de Colombia y Venezuela, el gobierno que preside Álvaro Uribe Vélez puso en marcha a finales del año pasado un oscuro operativo no exento de ribetes delincuenciales que se extendió hasta Caracas y que llevó a la aprehensión de Rodrigo Granda, declarado miembro de las FARC, todo lo cual terminó por desatar un agudo conflicto entre ambos países.

La primera y necesaria aclaración es que tal proceder, señalado con eufemismo por los editorialistas de renombrados periódicos como una apelación a métodos poco ortodoxos, no obedece a la casualidad de lo que coloquialmente se conoce como “una metida de pata”, ni su gravedad radica en el desaforado tratamiento que se le ha dado. El problema hunde sus raíces en que un gobierno como el de Uribe, que tiene en tan baja estima la soberanía nacional de Colombia, la misma que en todos los órdenes entrega a diario ante los poderosos intereses imperialistas de Estados Unidos, ningún empacho puede tener en irrespetar la de las otras naciones, en este caso la de Venezuela.

Ya de por sí, la política de recompensas, como parte del proyecto gubernamental de Uribe, no puede eludir, en aras de que está dirigida contra el aciago terrorismo que abruma a la población colombiana, su carácter discutible al fomentar la arbitrariedad y reemplazar la acción legítima del Estado por la de los cazadores de fortuna. Pero llevada a tener efecto más allá de nuestras fronteras, es una aberración que conspira contra la autonomía de los otros pueblos y su convivencia con el nuestro.

La natural alarma que los hechos hasta ahora conocidos han producido tiene que ver con que aparecen evidentemente anclados en la concepción política que pregona y aplica Estados Unidos en su cruzada contra el terrorismo a escala planetaria. Se trata del intervencionismo, con su violencia bélica y sus métodos atroces, adoptado de manera unilateral como “medida preventiva” contra otras naciones y pueblos, sin ningún miramiento por leyes o tratados internacionales.

Dentro de semejante concepción el secuestro es un expediente contra la libertad de las personas que, en la actual exaltación del libre comercio, resulta apenas natural que se compre y se venda como una mercancía. El que se realizó en el mencionado operativo no escapa a esta condición. Al condenarlo, debe reafirmarse que cualesquiera sean los motivos que para cometerlo se aduzcan y los ámbitos en los que se ejecute, es una práctica propia de la barbarie en las relaciones sociales y políticas que no puede ser aceptada por los pueblos en ninguna parte del mundo. Ningún sumario judicial o político de un nacional puede servir de base para conferirle al Estado una patente de corso para someterlo a un tratamiento por fuera de las leyes.

De allí el carácter cavernario del llamado del vicepresidente Pacho Santos cuando invita a los cazarrecompensas —mercenarios que expelen la hez de los ejércitos y los estamentos sociales más envilecidos de los diferentes países— a que acudan a Colombia y desplieguen sus sucios métodos y astucias para hacer fortuna:”la plata está ahí para ellos y las recompensas son bastante buenas”. Ese carácter es aún más escandaloso cuando el presidente Uribe ­­­—en ridículo rol de remedar en pequeño las tropelías que en grande perpetra Bush— considera la política de recompensas que sustenta tal invitación como “un instrumento legítimo de los estados que ayuda en el proceso de derrotar el terrorismo”.

No es de extrañar entonces que esas actuaciones del gobierno de Uribe sean saludadas por el embajador norteamericano William Wood como de “importancia trascendental no sólo para Colombia sino para la lucha antiterrorista en la región andina.” Ni que Condoleezza Rice, próxima a ser confirmada en Washington como nueva secretaria de Estado no obstante sus cuestionadas credibilidad e integridad, se haya apresurado a elogiar a Uribe como “un buen socio” y a “sus políticas duras” como exitosas.

Luego de la cabal aclaración de todos los hechos y el indispensable y pronto restablecimiento de una relación de colaboración y respeto entre ambos Estados, lo que más allá de la politiquería uribista debe ser debatido y precisado a fondo, tanto aquí como en la comunidad de naciones, es que, por el mero hecho de enmarcarlos en la lucha contra el terrorismo, episodios de intervención como el que se discute con Venezuela no adquieren legitimidad en las relaciones internacionales de Colombia, empezando por las que tiene con los países hermanos de América Latina.

En cuestión de tanta monta para la fisonomía política de la nación, el MOIR rechaza lo actuado por el gobierno de Uribe y denuncia la justificación que se le quiere atribuir.

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