Guillermo Maya, El Tiempo, febrero 8 de 2017

Donald Trump, el 45.° presidente de los EE. UU., en la campaña presidencial puso a los mexicanos en el origen de todos los males estadounidenses, con un lenguaje xenófobo y racista, tratándolos de ladrones y violadores, prometiendo su expulsión, cuando es al contrario: sus vecinos del norte tomaron a la fuerza 2,1 millones de kilómetros cuadrados de tierras mexicanas y violaron su soberanía territorial. Además, Trump amenazó con poner un muro a lo largo de la frontera sur.

Después de posesionarse el pasado 20 de enero, revocó el acuerdo TTP, que no logró una existencia real, y puso sobre la mesa la renegociación del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN), el cual firmaron EE. UU., Canadá y México en 1994. También planteó el pago obligatorio, con una tarifa del 20 por ciento sobre todos los bienes mexicanos importados a EE. UU., para financiar la construcción del muro. Trump añade al insulto la injuria.

Las élites latinoamericanas, desde el río Bravo hasta la Patagonia, incapaces de desplegar la energía de sus naciones y de tener objetivos nacionales y no familiares-corporativos, fueron fácilmente convencidas de que su futuro estaba en la libertad de los mercados, de bienes y de capital, en la disminución de la injerencia del Estado en la economía, con privatizaciones de los bienes y los servicios públicos, asegurando la estabilidad de precios y tasas de cambio flexibles. Había nacido el Consenso de Washington (CW), y los economistas y políticos se aprendieron el recetario neoliberal.

Más tarde, con el CW surgieron los tratados de comercio, y el TLCAN fue el prototipo que incluía no solo la libertad de comercio y de capitales, sino la adopción de reglas de protección a la propiedad intelectual y el derecho de las corporaciones de demandar a los gobiernos ante tribunales privados por los cambios regulatorios que afectaban las ganancias.

La estrategia era relocalizar las industrias del norte en el sur, incluyendo a China, con salarios más bajos, sin importar que los sueldos y puestos de trabajo de EE. UU. fueran recortados y eliminados, como ocurrió posteriormente. Se trataba de crear un solo mercado y un solo precio, y precipitar la convergencia de los salarios hacia abajo, para que se reconstruyeran las ganancias de las grandes corporaciones, como así ha sucedido.

Los demócratas, con Clinton a la cabeza, traicionaron a los trabajadores norteamericanos, destruyeron su forma de vida y sus trabajos con la relocalización industrial, recortaron los salarios y favorecieron los trabajos tipo McDonald’s. Igualmente, en alianza con los republicanos, los demócratas cambiaron las reglas del Estado de bienestar. Entre 1979 y 2012, en total, EE. UU. perdió 7,5 millones de empleos en la manufactura, pasando de 19,5 a 12 millones (‘EE. UU. y los trabajadores sin futuro’).

Por su parte, ¿qué ganaron los mexicanos? Ellos, entre la rabia y el desconcierto, apenas se enteran por Trump de que fueron los grandes ganadores del TLCAN. El campo mexicano sufrió la embestida de las importaciones subsidiadas de maíz, trigo, cárnicos, etc., lo que generó la pérdida de 2 millones de empleos, y como consecuencia muchos agricultores tuvieron que abandonar sus tierras para irse al norte a buscar mejores condiciones de existencia.

A los mexicanos que se quedaron no les fue mejor. Aunque se crearon 600.000 puestos en la manufactura, la política salarial ha sido completamente conservadora: “Los salarios en dólares han crecido mucho más lentamente que en China; (…) un 20 por ciento más baratos en México, en términos relativos. (…) los costes laborales unitarios también han aumentado menos que en China y otros competidores importantes. Precisamente, los niveles de vida en México han caído detrás de los EE. UU. y la mayoría de las economías emergentes” (Rodrik).

Alejandro Nadal señala que en estas circunstancias los “objetivos sobre empleo y crecimiento con equilibrio se convirtieron rápidamente en un espejismo inalcanzable para México” (‘La Jornada’, enero 4 del 2017, ‘Trump y la renegociación del TLCAN’). Además, la economía mexicana tiene 60 por ciento de informalidad laboral.

Ante la confusión en el consenso de la élite mundial, alimentada por la elección de Trump, un rey que está desnudo, sin máscaras retóricas ni democráticas, la prometida abrogación del TLCAN es la oportunidad para México, y de paso, para Latinoamérica, de retomar la ruta perdida y reconstruir sus economías sobre el mercado interno y salarios crecientes, con la precondición de crear un espacio político democrático, y una gestión empresarial innovadora.

Sin embargo, la desgracia latinoamericana es su patética clase dirigente, como Peña Nieto, quien tiembla de la cabeza a los pies, desorientado, como un perro que no sabe para dónde coger cuando cambia de amo y de silbido. No se atreven a dar un paso independiente. En Colombia, la esperanza es que Trump nos haga ‘pasito’. No hay de qué alarmarse: perdimos a Panamá y pagaron 25 millones de dólares.

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