Pocos ríos en el mundo tienen el fenómeno de la subienda, la época del año cuando los peces buscan río arriba las aguas de sus orígenes para desovar, y también pocos ríos tienen el fenómeno del tiempo vidrio, la época del hambre de los pescadores. Tiempo vidrio porque el hambre escarba y arden las tripas; tiempo vidrio porque no pasa nada en la trasparencia del tiempo; tiempo vidrio porque el río desgarra las redes en cada lance. Y el río de la Magdalena, la arteria fluvial de Colombia, tiene estos dos fenómenos. Suben las bagras repletas de huevos para aminorar la pobreza durante la subienda y después el río baja con su tiempo vidrio espantando con su sequía de peces.

Durante la subienda las orillas de los meandros del río se pueblan de entables de gentes venidas de todos los rincones de la patria y de los más variados oficios de la pobrecía en busca de ingresos que les niegan sus oficios de cosecheros, albañiles o simplemente desempleados. Las aguas en el meandro lanzadas por la fuerza centrífuga hacia la orilla vienen cargadas de bancos de bagres y otras especies y es allí, en esa orilla, en donde se “multiplican los peces”, donde se construyen los rancheríos temporales que albergarán durante los meses de la subienda a las seis familias que componen el entable. Cada entable constituye una comunidad, cada una de las seis familias que conforman el entable aporta: la fuerza del hombre para mover la canoa, para remar en las bravas aguas, para halar dentro del río las redes en el lance, para extender y secar las redes al sol; la paciencia de las mujeres y los viejos para desescamar y vaciar los pescados, para cocinar en los improvisados fogones de leña, y la algarabía de los niños, que son la mayoría, para espantar el silencio y alegrar la larga espera de la noche. Bueno, no todos aportan con el trabajo, el dueño de la canoa y de los chinchorros no hace nada pero recibe la sexta parte de la pesca. ¡En aquella comunidad primitiva ya descubrieron el capitalismo! Cada rancherío se da un nombre que recuerda el origen de sus habitantes: Puerto Plátano, Puerto Ladrillo, El cafetal, Puerto Valle, Puerto Limón. Y así, desde la colonial Honda hasta las ciénagas del Caribe, el río de la Magdalena se puebla año a año de pescadores de esperanzas y de bagres.

Es este el entorno social y geográfico de una aventura inédita en el mundo del teatro: la primera gira de Pequeño Teatro.

Salimos de Medellín hacia Honda, la Ciudad de los Puentes y capital de la subienda en donde el río de la Magdalena se estrecha y encañona para buscar su nacimiento en las alturas del Páramo de las Papas en el Macizo colombiano. El bus de la Flota Magdalena tardará más de diez horas en un viaje de escasos 200 kilómetros para cruzar el ramal central de la cordillera de los Andes. El destartalado bus lleva entre sus ocupantes la troupe de Pequeño Teatro y los bártulos de la obra Tiempo Vidrio, escrita por Sebastián Ospina sobre el paro cívico, la muerte de Alfonso Llanos y la vida de los pescadores en el puerto fluvial de La Dorada sobre el Magdalena.

Salimos de Medellín solo con el pasaje de ida, donado por un ingeniero de Empresas Públicas que se había emocionado con el estreno de la obra en el teatrico de Bellas Artes y que nos había oído hablar del cuento sobre la gira de Pequeño Teatro por el río Magdalena.

Un viaje sin boletos de regreso: quemábamos las naves para encontrar certezas y para jugar nuestras vidas en los escenarios improvisados de la arena húmeda, en las plateas de mulatos y murmullos de chicharras en el centro de un universo desconocido, cruzado por el río Yuma o Huacacayo o Arli o Guacahayo o Karacalí o el río de María de la Magdalena como vinieron a bautizarlo los españoles el Primero de abril de 1501. Un escenario de 1540 kilómetros abovedado por ceibas milenarias e iluminado por la luz clorofílica del trópico.

La primera función de la gira la hicimos en las playas del Salto de Honda. El público en circunferencia cerrada nos dejaba apenas un círculo de escasos cinco metros de diámetro como escenario. Todos querían oír, todos querían ver. Los viejos y los niños competían en estrujones por la primera fila. El Mohán, dios del río, presagiaba una tragedia; los tambores y la música una fiesta.

La imagen de El Cucho, un viejo pescador, envuelto en una sábana blanca iluminado apenas por una vela en la escena y en la noche del río, recuerda los viejos augures y el joven Alfonso Llanos nos recuerda a los intrépidos héroes de la tragedia clásica. El río ruje entre los peñascos y produce una música aleatoria que la pudieron firmar sin dudas Karlheinz Stokhausen o Pierre Boulez.

Terminada la obra se rompe la circunferencia y el círculo es ahora una batahola de comentarios y opiniones sobre la obra y sobre los personajes: los viejos callan, las mujeres lloran, los niños quieren hablar con el protagonista de la obra y todos quieren saber quiénes somos y de dónde hemos salido.

Un viejo de verdad, sin maquillajes ni afeites, se acercó a Eduardo Cárdenas, que con un kilo de Griffin en el pelo y cientos de rayas en la cara interpretaba al viejo de la obra y le entregó de regalo una atarraya de verdad “para que le salga bien el paro, y muchas gracias por mostrarme a mí en el escenario”. Cada actor de Pequeño Teatro amaneció como invitado en la casa de un hondino y a la mañana siguiente compitieron unos con otros por cual había comido mejor, quien había recibido más atenciones de sus anfitriones y cada uno repetía los relatos escuchados en la noche por los habitantes del río.

Los pescadores del río inician su faena al caer la tarde, bien porque el calor abrasador del valle del Magdalena es abrumador o bien por la creencia o certeza de que los peces abundan en la noche y escasean en el día.

A las seis de la tarde emprendemos el camino hacia la primera playa cerca a Honda. Un chivero de jeep Willis lleva a los ocho actores de Pequeño Teatro y su escasa utilería hasta el primer rancherío de pescadores. Techos de hoja de iraca sobre una estructura de estacones de madera de río, hamacas desteñidas, bolsas de plástico de todos los colores, troncos retorcidos que sirven de taburetes, de sillas, de mesas; pabilos de cera, mechones de petróleo, lámparas de gasolina, lámparas Coleman, linternas, machetes y un chinchorro extendido y una canoa varada en la playa son todos los haberes de aquellos trashumantes habitantes de estos pueblos efímeros de la subienda.

Los hombres sentados en la canoa mirando el río, la mujeres sentadas en los trocos mirando el río, los niños sentados en la arena mirando el río. Todos a la espera del primer rayo de oscuridad para iniciar la noche, los primeros al agua, las segundas a la oración y los niños a los juego de escondidas, de la lleva y de la pelota de trapo.

Somos espectadores de una imagen digna de Boudin. La piel de broce, humedecida por el sudor, de aquellos hombres semidesnudos refleja la última luz de la tarde con brillos agresivos, mostrando los contornos endurecidos de esos cuerpos de trabajo. Y esa misma luz describe las siluetas voluptuosas de las mujeres, envueltas en cretonas de flores de colores. Y al frente el río con su chapotear danzante de aguas encenegadas y al fondo la enrevesada vegetación tropical.

Seis hombres, seis mujeres, tres ancianos y una chorrera incontable de niños componen nuestro público para la premier en Puerto Cualquier cosa de Tiempo Vidrio de Sebastián Ospina y protagonizada por Eduardo Cárdenas como El Cucho, Henry Díaz como Alfonso Llanos, Martha Sierra como La Madre, Pedro Luis Arias como El Padre, Blanca López como La Novia, Ramiro Rojo como El Tuerto, Héctor Franco como El Mohán, con dirección de Rodrigo Saldarriaga.

Y una escena de teatro:

UN ACTOR: Es que nosotros somos de Pequeño Teatro y queremos presentarles esta noche una obra de teatro.

UN ESPECTADOR: Pequeño Teatro… una obra de teatro…

UN ACTOR: Sí.

UNA ESPECTADORA: Y ¿dónde la van a presentar?

UN ACTOR: Aquí.

UNA ESPECTADORA: ¿Aquí?

UN ACTOR: Sí.

UN ESPECTADOR: Aquí no se puede, esta noche vamos a trabajar.

UN ACTOR: Cuando terminen.

UN ESPECTADOR: ¡Ah, ahí veremos cuando terminemos. (Se retira hacia el río.)

UN ANCIANO: Y ¿qué es lo que van a hacer?

UNA ACTRIZ: Vamos a presentar una obra de teatro sobre la vida de los pescadores. La vida de una familia de La Dorada.

UN NIÑO: ¡Una película, una película! ¡Qué rico, una película!

UN ACTOR: No… una obra de teatro

UN NIÑO: ¿Y que es teatro?

(Un largo silencio)

UNA ACTRIZ: Es una representación…

UN ACTOR: Es la presentación de una obra…

UNA NIÑA: ¡Ah!

UN NIÑO: ¿Qué es lo que van a hacer? ¿Vos entendiste?

UN ACTOR Y UNA ACTRIZ: (En coro) Una película en vivo.

UN NIÑO Y UNA NIÑA: (En coro) ¡Ah!

El lance es una coreografía de danza, con sus ritmos y sus tiempos. Parte la canoa desde la orilla en donde han subido el chinchorro doblado místicamente, los remos empujan suave y lento el maderamen a medida que despliegan las redes. Avanzan hasta la mitad del río y regresan en semicírculo hasta la misma orilla. Los bogas, ahora, abandonan la canoa y se lanzan al agua, se dividen simétricamente en arcos de circunferencia la extensión del chinchorro y comienza la lucha con el río y con los peces. Las boyas flotan y las pesas se arrastran en el fondo del río. Ha sido tendida la trampa para las bagras hueveras y para la pesca menuda. Ahora todo son gritos y órdenes. El baquiano en la orilla ha clavado la guía en donde se amarra una de las puntas del chinchorro, de la otra halan los otros arrastrando peces, maderos y basura del río. Los peces, ahora pescados, chapalean en la arena en una furiosa plateada danza de muerte y los viejos, las mujeres y los niños recogen en baldes la cosecha menuda; el dueño del entable le pasa una cabuya de guasca de plátano por las agallas a un inmenso bagre y lo devuelve vivo al agua, allí permanecerá amarrado a una piedra de la orilla hasta que aparezca un comprador.

El lance ha durado cuarenta y cinco minutos, los hombres desenredan, limpian, reparan las redes y dejan todo listo para el próximo lance en una hora. Las mujeres desescaman, limpian, sajan y salan los bocachicos, los más pequeños de la pesca, no porque sean los mejores sino porque son los de menor valor en el mercado. Han montado una inmensa olla de barro con yucas, arracachas y plátanos verdes rajados a lo largo, ahuyama en trozos grandes con cáscara, cebollas, cilantro, comino y sal. Esta noche será viudo de bocachico porque no cayó un solo capaz.

Después del segundo lance los seis hombres, las seis mujeres, los tres ancianos, la chorrera de niños y los siete actores de Pequeño Teatro, sentados en troncos, tronquitos, piedras y piedritas alrededor del fuego y en animada conversación comparten el viudo de bocachico. Nos han invitado a comer como pago adelantado por la función que haremos al filo de la media noche, después del tercer lance.

Los colosos de bronce con sus chingues rojos se lanzan de nuevo al río, las mujeres con sus manchados delantales van a la orilla a lavar ollas, platos y todo tipo de vasijas en donde se sirvió la comida; unos actores preparan el escenario para la función de teatro, los otros en la improvisada tras escena iluminada apenas con velas que no alcanzan a reflejar las imágenes en los espejos, empiezan el maquillaje rodeados de la chorrera de niños que cuchichean, ríen y se burlan de los actores, nunca en sus vidas habían visto a un hombre maquillándose.

Ahora el chinchorro, secándose al aire, es el telón de fondo de un escenario de arena. En un estacón alto han amarrado una lámpara Coleman que produce una tenue y blanquecina luz. Los hombres, mujeres, ancianos y niños, en silencio reverencial, esperan sentados en la platea de piedras. Después del tercer lance de pesca y al filo de la media noche, empieza la función: Un redoblar de cueros de tumbadora, seguido de la cadenciosa cumbia acompaña la salida del Mohán, que ha emergido del agua envuelto en lianas y redes en una frenética danza acompasada al ritmo del percutivo río y a la lejana descarga de los truenos. La dulce voz de la joven novia repite insistentemente en sotto voce el nombre de su amado “Alfonso…Alfonso” y el escenario se puebla de misterio con la entrada del viejo Cucho envuelto en una sábana blanca iluminado apenas con un candil que lucha contra el viento.

Los nuevos espectadores son actores de un extraño rito: se miran, se toman las manos, indagan, se preguntan: Los hombres en su incrédula sequedad, las mujeres con su sensibilidad maternal, los viejos con su sabiduría gregaria y los niños con su alegría sin estrenar. Y los curtidos actores se convierten en espectadores de esa extraña presentación: no entienden la memoria genética del teatro y no logran comprender el misterio de la representación. Sin embargo los nuevos espectadores y los curtidos actores se prodigan en uno de los más hermosos actos de los seres humanos: el asombro.

Asombro que fue tejiendo la confianza y al final de la obra, en el desfile fúnebre de la familia cargando el cadáver del joven asesinado Alfonso Llanos, ni la nube de cucarrones que arremetió contra la caperuza, la hizo añicos y apagó la luz, pudo desconectar aquella comunión teatral que marchaba hasta la orilla del río, para con un bautizo ex tempore despedir al inmolado joven del paro cívico de La Dorada con el agua lustral al ritmo de los cueros en cumbia y de la danza trágica del Mohán que termina sumergido en el río.

Llovió a cántaros durante la función, pero ni actores ni espectadores cejaron por un segundo su entrega. Empapados de noche, alrededor de un nuevo fuego se enciende la animada tertulia. Los ancianos narran sus aventuras del río y todos ríen pues todo es tan parecido al Tiempo Vidrio. Las mujeres cuentan las desgracias de sus hijos y todos callan pues es todo tan parecido al Tiempo Vidrio, los hombres hablan de la pesca en el río y todo es igualito al Tiempo Vidrio.

Se tienden nuevas hamacas en los bohíos de iraca, y actores, ancianos, mujeres y niños se despiden en silencio de los hombres que van nuevamente al río a continuar sus lances hasta el amanecer. La noche del sueño se pobló de fantasmas: de Cuchos, Alfonsos y Mohanes; de río, de pescadores y teatro.

Se repitió la noche mágica de los lances en el río y de la función en las playas innumerables veces a lo largo del río. En todos los puertecitos construidos para la subienda por los errantes ciudadanos de la exclusión, Tiempo Vidrio dejó su efímera huella escrita en el agua del Magdalena. En camperos de monte, en canoas, en botes a motor o a pie, Pequeño Teatro recorrió cada curva del río entre Honda y Barrancabermeja buscando la vida, escarbando en los orígenes míticos las raíces de nuestro pueblo, de nuestra cultura y tratando de inscribir el teatro en el alma de un país sin nación.

Pescadores, mujeres, ancianos y niños cada noche se iniciaron en el teatro y cada noche los actores de Pequeño Teatro guardaron en sus memorias los recuerdos de esos escenarios insólitos, de ese público que nos enseñaría para siempre el origen profundamente popular del impuro arte del teatro.

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