Palabras del periodista Reinaldo Spitaletta en el acto celebrado en Medellín, el 1o. de agosto, en homenaje a nuestro desaparecido fundador y guía ideológico.

Tal vez lo que voy a decir esta noche ustedes lo sepan mejor que yo, pero me resisto a guardármelo, aunque sé que con ello no estaré descubriendo nada. Quizá esté reafirmando algunos aspectos que a mí me parecen fundamentales en la existencia humana, o , mejor, en la trayectoria vital de un hombre que jamás se cansó de luchar por la conquista de un mundo nuevo, por mostrar que en la larga marcha de las transformaciones revolucionarias se requieren una inalterable paciencia, disciplina, inteligencia, rigor en el análisis y sobre todo, estar dotado de espíritu dialéctico, ese que permite saber que un minuto antes es prematuro, pero un minuto después será demasiado tarde.

Hablar de seres iluminados podría ser parte de una charada o jugarreta metafísica. Pero no. Me parece que sí hay hombres-luz, hombres-faro, hombres que distinguen entre las tinieblas cuál es el camino correcto. Dotados de un discernimiento superior, que aumenta cuando se vinculan a los procesos sociales, cuando están hombro a hombro con la gente, metidos en el barro que después convertirán en pura vida, esos hombres, digo, pueden enfrentar molinos de viento o ejércitos de carneros para convalidar que su capacidad de lucha trasciende cualquier límite y que todo es posible si se es dueño de valor, esa cualidad que, como este gran timonel colombiano lo expresara, es «hálito vital de toda empresa desbrozadora del progreso del hombre».

Había un hombre que supo, con Filón de Alejandría, que las palabras crean las cosas. Y otorgó al verbo un poder revolucionario, es decir, que la palabra fuera capaz de incendiar praderas, de prender las primeras chispas de las transformaciones sociales, de los revolcones en el espíritu, que tuviera un renovado poder organizador. Había un hombre que decía que había que leer con diccionario y escribir sin él, y amaba a Balzac y a Shakespeare, y escribía con profundo conocimiento de la lengua, y con sabiduría de la historia, la economía, las artes, pero, sobre todo, de la ciencia del marxismo. Y ese hombre, claro, se llamaba Francisco Mosquera.

Varios recibimos de él inolvidables lecciones en Tribuna Roja. No sé si las aprendimos del todo, pero, de cualquier manera, nos mostraron la faceta de un hombre que tenía hondas preocupaciones por la palabra bien escrita, por realizar un periodismo al servicio de las masas populares, opuesto al amarillismo, de un lado, y a la propalación de los valores burgueses de la gran prensa, del otro. Él, como en el poema de Bertolt Brecht, nos decía que había que estudiar, porque estábamos llamados a divulgar las epopeyas cotidianas de los obreros y los campesinos. Entre sus constantes reflexiones siempre estuvo la de que Tribuna Roja debía tener un Manual de Estilo, que él fue elaborando y sintetizando.

Nos hablaba de que debíamos dejar que los hechos hablaran por sí mismos, de las relaciones entre descripción y narración. Y cuestionaba la verborrea. «La retórica, el palabreo desasido de la realidad, el desfile de términos abstractos, es el mayor enemigo de la redacción periodística», anotaba a fines de los setentas, en medio de las ardientes discusiones sobre una palabra apropiada, un titular, la entrada de una noticia, la construcción de una frase.

Nos recomendaba leer a periodistas experimentados como Gabo, como Hemingway, como John Reed. «Esos son maestros de la utilización del matiz, de la sugerencia, de no verlo todo en blanco y negro». Y se oponía a las frases de cajón, a los clichés. Siempre había que buscar una manera novedosa e impactante para redactar Tribuna Roja. Mosquera amaba una frase de Martí, cuya esencia también la tiene el escritor ruso Antón Chéjov: «El arte de escribir es reducir». O sea, podar, capar, una, dos, diez veces, hasta dejar en el papel lo absolutamente necesario. Y en eso él era un maniático. Corregía y corregía. Bueno, aun así sus editoriales quedaban extensos, pero, a mi juicio, con las palabras y las idea absolutamente esenciales.

En aquellos tiempos, los artículos del periódico había que enfocarlos desde el punto de vista de la lucha contra el revisionismo y el liberalismo. «En todo artículo revolucionario es fundamental determinar de antemano los blancos de ataque: redactar es como disparar un fusil provisto de mira telescópica, y no una escopeta de regadera», advertía.

Dentro de toda la inmensa variedad de asuntos que se discutían en Tribuna Roja, estaba el del tratamiento de la represión. No había que mostrar al pueblo humillado y vencido, como lo hace la prensa sensacionalista, ni con trazos lúgubres que apabullan al lector. Por el contrario, había que equilibrar la represión con la resistencia popular. Por eso, nos recomendaba estudiar a fondo el hermoso libro de Julius Fucik, Reportaje al pie del patíbulo, dentro del cual, entre otros valores narrativos, el escritor checo contrastaba las torturas con la resistencia a la represión, mostraba escenas de solidaridad y se preocupaba por que los personajes no fueran rebajados ni envilecidos. Es un libro pleno de pequeños heroísmos, de escenas diarias de la lucha de los comunistas en la clandestinidad. Fucik muestra en él las debilidades del enemigo. En ese libro, como decía Mosquera, «hay siempre, de parte de los revolucionarios, una actitud firme y serena frente a la muerte, nunca una actitud lloriqueante».

Y algo con ese espíritu era lo que había que escribir en Tribuna Roja: mostrar el heroísmo del pueblo, su resistencia frente a los atropellos, desnudar el contenido de las relaciones de clase y destruir el mito de la «armonía social». Había que mostrar los antagonismos y su solución por vías revolucionarias.

Quise evocar unas cuántas situaciones de Mosquera y Tribuna Roja, porque, a mi parecer, muestran el rigor de un dirigente, sus preocupaciones por el más mínimo detalle en la edición, la corrección, la diagramación, todo tenía que diferenciar a un periódico revolucionario del resto de publicaciones. Por su calidad, por los contenidos, por su modo de redacción, y todo ligado a la información de las luchas populares. En eso, como en otras facetas de su obra revolucionaria, era minucioso y exigente.

Había un hombre estudioso, amador de los clásicos no sólo del marxismo sino de la literatura y el arte, que estaba convencido del poder de las palabras. Y leía y releía, porque ésa también es una actividad revolucionaria, una labor transformadora del individuo y de la sociedad. En eso también era coherente con su pensamiento y sensibilidad. Ese Mosquera periodista sigue iluminando el curso de la historia colombiana, las luchas de obreros y campesinos, y abriendo nuevas trincheras para el combate contra el neoliberalismo y la recolonización estadounidense.

2

No soy quien para hablar del pensamiento político de Francisco Mosquera. Pero no puedo dejar de enunciar algunos aspectos suyos, dentro de la inmensa cantera de leyes y postulados que el máximo dirigente de la revolución colombiana sintetizó, descubrió y elaboró, y que siguen siendo guía para la transformación de esta sociedad inicua, para dar sepultura algún día a un establecimiento lleno de inequidades e iniquidades.

Desde los tiempos de la lucha contra el infantilismo de izquierda y por crear un auténtico partido proletario, Mosquera dilucidó la táctica y la estrategia y señaló con acierto que el «marxismo no dejará de ser una planta disecada, muerta, a menos que hunda sus raíces en la problemática de la lucha de la clase obrera y crezca y se enriquezca contribuyendo con eficacia a solucionarla. Además no existe otro medio para estudiarlo y entenderlo». Propinó madera ideológica a charlatanes y embaucadores, ahondó en el estudio del marxismo-leninismo pensamiento Mao Tsetung y le proporcionó a su Partido una herramienta fundamental de análisis y transformación de la sociedad. Creo que ya eso, que no es poco, bastaría para elevarlo al pódium de los grandes pensadores revolucionarios que en el mundo han sido. Sus estudios sobre la producción y el agro colombianos, la caracterización de la sociedad colombiana, el identificar las causas del atraso del país, sus apreciaciones críticas sobre el Frente Nacional y, después, sobre los gobiernos que lo prosiguieron, convirtieron a Mosquera en un dirigente esclarecido que desarrolló el marxismo.

Tal vez en la segunda mitad del siglo XX no hubiera en América Latina un dirigente político que avizorara con tanta claridad la desviación revisionista de la camarilla que usurpó el poder en el URSS, como el ascenso y posterior caída del socialimperialismo. Hoy la historia le da la razón, pero en aquellos años, muchos lo calificaron a él y su Partido como «traidores». La vigencia histórica del pensamiento de Mosquera aumenta con el paso de los años.

El marxismo es absolutamente creador y dinámico. Es una guía para la acción. Y de ello sí que dejó Mosquera lecciones imperecederas. Lo cito otra vez: «La revolución colombiana tiene indudablemente harto que aprender del marxismo, siendo el craso desconocimiento de éste su mayor deficiencia y su peor infortunio».

Había un hombre que decía que nada del actual sistema nos sirve, para señalar que había que construir una nueva sociedad sobre las cenizas de la vieja. Había un hombre que se oponía a todo fundamentalismo, porque tenía la capacidad de pensar por sí mismo y de enseñar a pensar a los demás; había un hombre, un dirigente, un pensador, un proletario, que desentrañó la nueva táctica del imperialismo, la globalización y la apertura económica, y ofreció lúcidos elementos teóricos para enfrentarla, que nos sirven como faro. Ese hombre era un creador. Un hombre-lámpara cuyo pensamiento continúa iluminando los ásperos senderos, llenos de riscos y de abismos, de la revolución en Colombia.

Quiero volver al libro de Fucik, que él amaba tanto, para decir que su nombre no estará jamás ligado a la tristeza. A Francisco Mosquera siempre habrá que recordarlo con felicidad, como se recuerda a aquellos que han destinado su existencia a las empresas desbrozadoras del progreso de la humanidad.

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