A Raúl Arroyave, a los dos años de su muerte

Cuando un hombre despierta y arroja lejos de sí la suciedad,

La basura, la costra de la antigüedad,

Esa vieja mugre aparentemente informe

Se sacude, se agrupa y repta arrojándose a recuperarlo.

Y la mayoría de las veces

Lo encuentra tontamente embelesado en su aislada hazaña,

Desprovisto de malicia, huero de fuerzas,

Presentándosele como aderezo para su cuello,

Pulseras para sus muñecas y

Ajorcas para sus tobillos.

Por cansancio, cuánto le pesaría alzar otra sola vez los brazos,

Por ignorancia, cómo verdea ahora la vieja basura,

Por indolencia, da lo mismo a la luz que a la sombra,

Se deja acariciar y atenazar y besa la porquería.

Pero tú no hiciste así,

Ni cansado, ni ignorante, ni indolente,

Deslumbrante de prendas alcanzadas en las oscuras horas,

Brillante de sudor en las labores de limpiar enormes estercoleros,

En arrebañar con tus broncíneos dedos ríos y lluvias,

Reluciente de empujes de toro entero cada vez que la manilla decía tic.

Mas, a hora de albas, pasó el agua encabrillada del Guatapurí a llevarse tus cenizas,

Huesos y carnes sujetados por el fuego,

Saltando hacia un mar de nombre indomable, como tú

Y allá, desde su vientre, desde sus partes de agua fiera,

Sigues ondulando, arremolinándote, subiendo desde las llanuras marinas

A las arenas, a los arriscados paredones, a los cocoteros, al musgo de los árboles,

Trepando a los vientos

Como minúscula partícula, intrincado esplendor en el puño de una célula,

Liga de músculo, caparazón y espina, hueso y filoso cartílago.

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