Darío Arenas Villegas, La Patria, Manizales, febrero 2 de 2017

Se volvió costumbre en Colombia que cada nuevo escándalo de corrupción es peor que el anterior. Los sobornos de la constructora brasileña Odebrecht a altos funcionarios de gobierno, congresistas y políticos de varios partidos, han generado una ola de indignación, que ha logrado posicionar a la corrupción como un debate principal en la vida del país, a la vez que ha provocado que el foco de medios de comunicación, órganos de justicia y sociedad civil se centre en las denuncias contra empleados públicos y privados que ofrecen y aceptan millonarias coimas para favorecer intereses particulares.

Lo de Odebrecht, por sus repercusiones internacionales y el tamaño de las mordidas, ha desnudado no solo la faceta más mezquina de la política nacional sino también la cara más oscura (y habitual) del modelo económico implantado en el país. Lejos de ser un caso aislado, el mar de corrupción actual hace parte de los innumerables escándalos sucedidos desde 1990, década en la que se impusieron las políticas de apertura, que han sido terreno fecundo para los actos de corrupción. El neoliberalismo, basado en el debilitamiento del Estado, la eliminación de controles a las grandes empresas, la privatización, la disminución de impuestos a los monopolios y la precarización de las condiciones laborales, ha inducido e incrementado las prácticas de corrupción y ha sido la causa para legalizar muchas de ellas.

Por eso es común que detrás de los grandes actos de corrupción, además de haber bandidos que se lucran a costa del desangre de las arcas públicas, hay normas y procedimientos basados en la ideología neoliberal, que avalan, incentivan y promueven el saqueo. La complacencia con las maniobras fiscales de poderosas corporaciones, la carencia de castigos efectivos a los grandes evasores de impuestos, la adjudicación de multimillonarias obras públicas sin licitaciones, la ejecución de proyectos públicos sin auditorías ni vigilancia adecuada, la tercerización de trabajadores, la venta a menos precio de empresas estatales rentables, y la elaboración y modificación de leyes en favor de los monopolios extranjeros, como el Código de Minas o la Ley de Licores, son algunas de las disposiciones basadas en el libre comercio que han orientado el rumbo del país en los últimos años, las cuales han dejado desigualdad y atraso para las mayorías, y han servido como instrumentos para masificar y naturalizar los actos de corrupción.

Los casos de Saludcoop, Isagén, Transmilenio, Reficar y la Ley Zidres, denunciados por el senador Jorge Robledo en su nuevo libro, ilustran cómo el neoliberalismo ha incentivado la corrupción ilegal y legal, con el objetivo de que solo existan grandes monopolios privados y extranjeros. Una de las primeras acciones para desmantelar definitivamente el flagelo de la corrupción en Colombia tiene que ver con desenmascarar un modelo económico, social y cultural, que pese a regir los destinos de todos los colombianos, se ha camuflado bajo nombres y discursos engañosos, ya que como señala el escritor George Monbiot, “su anonimato es causa y efecto de su poder” (The Guardian, 2016).

No solo hay corrupción en el neoliberalismo pero sin corrupción no hay neoliberalismo. Estos actos son parte central de una ideología caduca y dañina, basada en la negación de los derechos fundamentales y la preeminencia del poder económico sobre todas las esferas de la vida. Por eso no sorprende que casi la totalidad de personajes salpicados en estos escándalos pertenezcan al santismo y al uribismo, corrientes políticas que han defendido a ultranza la globalización neoliberal en el país y que no harán nada para cambiar el orden de cosas.

Urge que la indignación actual contra la corrupción se ligue al cuestionamiento del libre comercio y se convierta en movilización para empezar a cambiar a Colombia. En el 2018 tendremos una oportunidad excepcional para elegir a un Presidente que combata la corrupción, adopte políticas alejadas del dogma neoliberal y proteja los intereses de las mayorías.

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