Amaury Núñez González, kienyke.com, enero 31 de 2017

Un personaje de Gabo, que leyó una novela policiaca de la última página a la primera, averiguó quien fue el asesino que descubrió a la víctima que había asesinado a un detective. Con las corruptelas que se revelan a diario en Colombia, que los victimarios no posen de otra cosa.

La percepción del sector empresarial y la ciudadanía confirma la aberración. El 21,4% de los empresarios, según la ANDI, afirma haber recibido insinuaciones para obtener favorecimientos a cambio de sobornos. Por su parte, el Índice de Percepción de la Corrupción, elaborado por Transparencia Internacional, muestra que en el año 1996 Colombia ocupaba el puesto 42, y en el año 2016 el puesto 90.  Empeoró 48 puestos, y agrega que 17 de cada 100 pesos del valor de los contratos que se firman equivalen a sobornos.

En su libro La corrupción en el poder, Jorge Robledo describe cómo le es connatural a la globalización neoliberal incurrir en todo tipo de actos corruptos y, en Colombia, aún más, como producto de un pacto de medio siglo de bipartidismo, que ha hecho legal lo que antes era ilegal, mantuvo aceitada la puerta giratoria entre los sectores público y privado, y sostuvo un sistema electoral en el cual el clientelismo se impuso al voto de opinión.

Por cara, la tendencia es a enriquecerse sin atravesar las peripecias propias de la competencia comercial y los riesgos que conlleva cualquier actividad productiva, como lo prueban los sonados casos de Saludcoop y Reficar. Hasta un hombre como Alfonso López Michelsen, que no fue propiamente un dechado de pulcritud, debió reconocer el quebranto de los “cánones de honestidad tradicionales en el campo de las transacciones públicas y privadas”, producto de ignorar nociones como incompatibilidad, conflicto de intereses e inmoralidad de los actos corruptos, y de cómo “el éxito sanea cualquier ascenso en el firmamento financiero. El fracaso deshonra, no por ir en contravía de algún principio moral, sino por el imperdonable pecado de no tener éxito”.

Por sello, cada peso que se pierde en el agujero negro de la corrupción afecta al progreso nacional, en tanto un capital, otrora productivo, deja de serlo. Cada peso embolsillado se vuelve improductivo. Cada peso público que se “pierde” se le esquilma al ciudadano y al conjunto de la sociedad. Y en esencia, la globalización neoliberal acude a la oscuridad de sus prácticas para hacerse campo.

Las privatizaciones, que tanto destacan en su programa, son fuentes inocultables de favorecimientos, devolución de favores y corrupción, justificadas con desempeños cuestionados o simplemente mentiras de todo calibre, les crearon un ambiente propicio para que se produjeran. Dijo Carlos Rodado Noriega, con relación a la venta a menos precio con que Gobiernos salieron de activos públicos en Colombia y América Latina, que “los Estados empezaban a perder en pocos minutos sumas de mayor calibre que las que se pretendían evitar con las privatizaciones”.

“Mermelada”, coimas, licitaciones de un solo proponente, subastas ficticias, exfuncionarios representando a privados, particulares con vínculos secretos en el alto gobierno. Como lo afirma un reciente editorial de El Espectador, esa es la “tecnocracia pragmática”, la que otorga “prebendas y contratos en regiones para favorecer a determinados políticos”. Han convertido la corrupción, no en una perversión, sino en parte integrante del modelo.

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