Saúl Franco, El Espectador, Bogotá D.C., 31 de enero de 2017

La semana pasada se celebraron los 100 años del Instituto Nacional de Salud -INS -, una institución pública importante para la ciencia y la salud, y reflejo de los logros y problemas de la salud pública y de nuestro sistema de salud.

Este tipo de institutos surgió en el mundo a finales del siglo XIX, en pleno auge de la higiene y la bacteriología, para enfrentar con vacunas, medicamentos y medidas sanitarias enfermedades infecciosas como la fiebre amarilla, la rabia, la difteria, la tuberculosis y la malaria. Posiblemente el pionero y más importante de Europa fue el Instituto Pasteur -IP- de Francia, fundado hace 130 años – en 1887- y dedicado a la investigación, la enseñanza y las acciones de salud pública.

En el mismo año se fundó en los Estados Unidos el Instituto Nacional de Salud -NIH por su sigla en inglés -, motivado por la importancia de la investigación médica y la necesidad de proteger la salud de la marina mercante.  En Brasil se creó en 1900 el Instituto Seroterápico, que se convirtió después en la Fundación Oswaldo Cruz – Fiocruz − para enfrentar las epidemias de peste bubónica y fiebre amarilla. La Fiocruz ha desarrollado los mismos frentes del IP y ha sido protagonista de la salud pública brasilera.

Nuestro INS ha hecho valiosos aportes en investigación, actividades y productos para la salud pública. A mitad del siglo pasado llegó a producir uno de los mejores sueros antiofídicos de la región, y quinina para tratar el paludismo. En los sesenta ya producía vacunas contra la fiebre amarilla y la viruela, y lideraba la construcción de acueductos rurales. Más adelante produjo sales de rehidratación oral para el manejo de las diarreas. Desde hace 37 años edita la revista Biomédica y desde 2006 mantiene el Sistema de Vigilancia Epidemiológica.  El INS ha sido fundamental en el manejo de enfermedades como el VIH/Sida, el Chikungunya y el Zika. Y desde 2013 alberga el Observatorio Nacional de Salud, que viene publicando una serie de informes técnicos de alta calidad sobre temas prioritarios en salud pública, como la violencia, la desnutrición, la mortalidad y las desigualdades sociales en salud.

Obviamente el INS no ha estado exento ni de las confrontaciones ideológicas, ni de los cambios en las políticas de salud, ni de los vicios de la práctica política. La persistente hegemonía biomédica, por ejemplo, le ha impedido abordar de mejor manera tanto las enfermedades infecciosas como otros problemas de salud pública.

Pero, en mi opinión, el golpe más fuerte lo recibió el INS con la Ley 100 de 1993, por el descrédito de lo público y la mercantilización de la salud. Desde entonces ha venido padeciendo el recorte de sus funciones, recursos y personal. En 1994, las tereas de vigilancia de medicamentos y alimentos pasaron a otra institución. Desde el año 2000 no produce vacunas ni sales de rehidratación oral. Entre 2013 y 2015 dejó de producir suero antiofídico (¿por qué?).  Los 64.000 millones de pesos de su presupuesto de 2011 se redujeron en 2017 a 44.100 millones, menos de 15 millones de dólares. Numerosos científicos se han retirado en los últimos años por falta de apoyo y precariedad laboral. El INS sobrevive, pero muy debilitado.

Mientras en Estados Unidos el presupuesto del NIH es de US$ 33.000 millones este año, 80% de los cuales se dedica a financiar investigadores en el país y en el exterior, nuestro centenario INS apenas logra mantenerse con los US$ 15 millones anotados. Y mientras en Brasil, a pesar del actual embate autoritario, desde la Fiocruz intentan seguir defendiendo lo público y el Sistema Único de Salud, el INS sigue expuesto a la corrupción y padeciendo las consecuencias del desmonte implacable de lo público y de la prioridad de los negocios sobre la salud y la investigación científica.

Claro que hay que guardar las proporciones, pero el INS no merece ni debe seguir soportando esta suerte en sus próximos cien años.

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